Tengo la armadura, la espada y el escudo. Pero no una causa.
Soy capaz de matar al dragón que ose interponerse en nuestro camino. Pero tú
has decidido que este paladín no puede protegerte.
No, mejor olvidemos los motivos. Lo único que este
desgastado corazón necesita saber es que te has ido, y que tendrá que volver a
empezar desde cero. Por suerte, en ese
hueco que ahora tengo en mi pecho quedan los planos de lo que una vez hubo. A
ser previsor me ayudaron otros golpes, que si bien menos dolorosos, igual de
destructivos.
Y aquí, en el frio océano desde el que te escribo, trato de
encontrar la calma. De ordenar mis ideas, porque ha pasado mucho desde que
partiste, pero aun te siento marcada a fuego en mis ojos. No sé que siento, ni
que debería sentir. No quiero nada y lo quiero todo. Solo deseo una cosa, pero
no lo diré en alto. Y así, las dudas no hacen más que agolparse una tras otra.
Y si consigo poner en orden la poca cordura que me queda, basta con un leve
susurro que lleve tu nombre, para devolverme a la locura de mi realidad.
Los dragones y otras bestias tratan de asaltar lo que una
vez fue nuestro, pero he logrado aniquilar sus esperanzas, aunque no con mi
espada. Sino con mentiras, promesas y consumiendo un poco lo que algún día fui.
Pero ya apenas queda nada del caballero de brillante armadura que te hizo sonreír.
Pronto este castillo en el que tanto compartimos no será más que una mezcla de
cenizas, lágrimas y sangre, porque yo moriré bajo estos techos.